Buenos días compañeros y lectores de este pequeño blog. Ya conocéis mi implicación
en el proyecto de los guerreros de Dazeta, un hermoso trabajo en que tres
buenos compañeros estamos intentando crear un universo literario entero
profundo y lleno de lo que más nos encanta de la literatura de ciencia ficción,
pues bien, hoy os traigo un pequeño proyecto relacionado con el mundo de Dazeta,
un relato totalmente oficial y gratuito que añade un poco de lore al universo citado.
También lo encontrareis en versión audiobook, y si queréis ayudarnos por
este trabajo que estamos intentando llevar a delante, podéis comprar el relato en
versión ebook en Amazon (aquí). De todas maneras, tranquilos por aquellos que
no quieran o no puedan, porque en el blog encontrareis los tres capítulos completos
de la historia.
Se trata de una relato sencillo y ameno, una pequeña aventura que creo que
os gustara.
Capítulo 2 (pincha aquí)
Los Defensores del Imperio
Una historia de los
Guerreros de Dazeta
Osiris
se agachó, puso su rodilla contra el fango y pasó sus dedos sobre el charco de
sangre. Dos camaradas le seguían de cerca, aun sobre sus motos. Su uniforme de
policía imperial permanecía lleno de barro, pero aunque lo limpiaran a fondo no
podrían quitar las marcas de desgaste sobre su cuero verde oscuro, ni sus innumerables
agujeros y arañazos. Se decía de la policía imperial que cuando alguien
ingresaba en el cuerpo le daban dos pares de uniformes que debían llevar toda
su vida. Había algo de verdad en aquellas leyendas, las cosas se aprovechaban y
los hombres llevaban sus uniformes durante años, práctica que no les permitía
lucir tan magníficos como lo hacían los orgullosos guerreros de las grandes órdenes
militares.
–
Ha matado de nuevo – susurró Osiris.
Solo
había sangre, y algunos trozos de carne y hueso desperdigados por la escena del
crimen. Hubiera pasado lo que hubiera pasado, aquella persona había muerto de
una forma horrible.
El
día era oscuro, pronto caería la tormenta. Osiris se levantó.
–
hay que seguir, tenemos que detenerlo antes de que cause mas muertes.
Preludio antes de la tormenta
I
La taberna estaba llena,
más que de costumbre. Los innumerables asesinatos de los últimos días eran, sin
duda, el principal motivo. La gente se sentía más segura en aquellos lugares,
rodeados de camaradas entre gruesas paredes. Aunque quizás lo que más atraía a
los parroquianos era la posibilidad de hacer desaparecer el miedo con dos o
tres tragos de alguna bebida alcohólica.
Babucela era un pueblo
ordinario. Un millar de almas convivían en torno a una plaza de piedra,
agolpados en barracas de ladrillo y techos de madera. La gran mansión de
Grusel, y su fábrica de autómatas constituían el núcleo económico de aquella
villa. Prácticamente todos los habitantes trabajaban allí, aunque algunos,
sobre todo los más ancianos, aun se resistían a abandonar las viejas costumbres
del campo.
La ultima vez que un
suceso generó tanta expectación fue cuando el viejo Frank quedo atrapado en la
laminadora automática. Del pobre hombre solo sacaron una masa de carne sanguinolenta.
Durante una semana fue el único tema del que se hablaba en Babucela.
Ahora aquel bullicio
había regresado al pueblo. No había otro tema del que hablar que no fuesen el
de los asesinatos de los últimos días.
Hathor permanecía junto a
sus dos amigos, Josué y Krasio. Era tal el bulliceo, que los tres compañeros se
habían visto obligados a sentarse junto al viejo Trenkins, un policía imperial
jubilado, anciano somnoliento famoso por beber hasta quedar totalmente seco.
Los tres jóvenes bebían despreocupados,
aún tenían aquella inocencia de la juventud que les hacía creer que todo lo
malo les pasaba a los demás, no a ellos, como si el destino no gozara llamar a
su puerta.
– ¿Entonces crees que es
un lunático Josué? – preguntó Hathor.
– ¿Que si no? – contestó
el joven de pelo moreno y largo –. Hay que estar como una puta cabra para hacer
esto.
– No se – meditó Krasio –
yo creo que es una bestia, una gran bestia. En los escenarios del crimen solo
hay sangre, algo se ha comido los cuerpos.
– ¿Una bestia, en Dazeta?
– se rio Hathor.
– ¿Qué te han servido
Krasio, seguro que has pedido cerveza? – se rio Josué.
– Maldita sea no digo
ninguna estupidez – se quejó el joven.
De repente, el anciano
que permanecía junto a ellos durmiendo despertó. Su aspecto era descuidado, los
años no le habían tratado bien. Su barba larga y desaliñada le daban el aspecto
de un verdadero lunático. Su olor a alcohol no ayudaba.
– Escuchad a vuestro
amigo, esto es obra de alienígenas, te lo digo yo – gruñó.
– Vuélvete a dormirte
viejo loco – se quejó Hathor.
– ¡Es obra de alienígenas
te digo! – insistió el anciano.
– Cada vez estás peor Trenkins.
– En Brusilia ocurrió lo
mismo, un verano entero estuvimos combatiendo a esas alimañas, alejándolas de
las colonias…
Hathor se giró hacia su
amigo Krasio, y movió el dedo disimuladamente junto a su oreja, burlándose de
la locura del anciano.
– Se nota que fue policía
imperial – susurró con una sonrisa.
– Están todos como putas
cabras – se burló Krasio.
– ¿Que decís? – les
interrumpió el anciano.
Hathor rápidamente le
contestó – Que estas como una chota, viejo.
– No os rías– negó Josué
–, yo la he visto, una bestia enorme – se hizo el más absoluto silencio –, estaba
montada en un unicornio roza que cagaba arcoíris – sentenció el joven entre
risas que pronto fueron acompañadas por las de sus dos compañeros.
El anciano refunfuñó y se
cruzó de brazos, indignado. Los tres jóvenes no paraban de reír, y como más
rojiza se ponía la cara del viejo más se reían ellos.
De repente, la puerta de
la taberna se abrió de par en par. El viento fresco de la noche se coló en la
habitación. Tres figuras sombrías se adentraron en el local. Iban vestidas con
el uniforme propio de los Teutones, uno de los innumerables cuerpos de la
policía imperial. Sus ropas eran gruesas y pesadas, de un cuero verde casi
negro. El barro cubría la parte baja de sus gabardinas. Un casco de acero, con
una púa de hierro, protegía sus cabezas. Parecía anticuado, todo su equipo lo
parecía, desde sus largos sables a sus ametralladoras con bayoneta.
– ¿Policías imperiales? –
preguntó Krasio con sorpresa.
– Me temo que estamos
peor de lo que temíamos – replicó Josué –. sí nos mandan a estos inútiles no
arreglaremos nada.
Las tres figuras
avanzaron hacia la barra ¿Por qué habían entrado allí? Sus ropas estaban
empapadas, quizás querían calentarse, o tan solo buscaban un trago de sulein
con el que pasar la noche.
– A los Víboras
necesitamos, no hay trabajo que un Víbora no pueda hacer mejor que mil de estas
sabandijas – indicó Hathor, – mirad su uniforme, están hechos una guarrada.
– Y sus armas que, te has
fijado en sus armas Hathor, son más viejas que mi abuelo – añadió Josué.
Los jóvenes se echaron a
reír.
– Por los Víboras –
gritaron al unísono antes de brindar.
El bullicio se estaba
intensificando. Empezaban a notarse aquellas copas de más entre los
parroquianos. Los tres jóvenes miraban a la policía imperial, intentando
escuchar de que hablaban con el tabernero, pero fue imposible.
– Soy Culo-Merdis,
Sargento del escuadrón de pedantes número tres – empezó diciendo Josué,
haciendo como si leyera los labios del policía –. Hemos venido aquí a hacer lo
que mejor sabemos, beber y beber hasta caer pedo.
El tabernero contestó al
policía, señalando con el dedo una dirección aparentemente sin sentido para los
jóvenes. Las burlas siguieron.
– Si sigues recto y giras
a la derecha encontraras la mierda, que es donde todos deberías iros – replicó
Hathor, imitando al tabernero.
Los tres jóvenes
empezaron a reír alocadamente hasta que el anciano les interrumpió.
– Más respeto, jovencitos
– gruñó.
– ¿A quiénes, a esos? –
preguntó Krasió – ¿que gesta han hecho?
– te han salvado el culo
más de una vez, seguro.
Los tres jóvenes se
echaron a reír, como si el anciano hubiera hecho una broma.
– ¿Quiénes creéis que detienen
a los ladrones y a los traficantes de droga? ¿los Víboras?
– Los Víboras no tienen
tiempo para estas tonterías – espetó Hathor – no, ellos combaten a los alienígenas,
se dejan la piel en épicas batallas en las fronteras del imperio.
– Exacto – afirmó el
anciano de forma tajante –, y mientras, la policía imperial se encarga del día
a día. No todos los héroes llevan auser compañero.
– “No todos los héroes
llevan auser”, esa sí que es buena – se rio Josué.
– No sé porque te ríes
tanto muchacho, que yo sepa ya has suspendido dos veces los exámenes de
admisión a los Víboras. – le replicó el
anciano.
El rostro de Josué
palideció. El muchacho agachó su cabeza, avergonzado.
– Son pruebas muy duras, me
estoy preparando – se excusó.
– Y tú Krasió, buenas
notas teóricas pero las pruebas físicas las has suspendido ya tres veces, no es
así.
– ¿Cómo sabes todo eso
viejo? – le replicó Krasio indignado.
– Es un pueblo pequeño
jovencito, aquí se sabe todo, incluso los días que hace que uno no se cambia de
calcetines.
– Bueno yo superare la
prueba – anunció Hathor con orgullo.
El pecho del muchacho se
infló, y se puso derecho, mostrando sus fornidos brazos con alegría.
– Yo pasare las pruebas
físicas sin problemas – repitió con entusiasmo.
– Pues con la teoría lo
tendrás jodido, creo que no aceptan a tontos como tú – se burló el anciano.
Sus dos compañeros le
siguieron la broma y empezaron a reír.
– ¿Tíos, que hacéis? – se
quejó Hathor.
– Macho, tienes que
aceptar que ha tenido su gracia – le contestó Josué.
II
Osiris salió de la
taberna junto a sus dos camaradas. Había empezado a llover tímidamente. En el
exterior, otros cinco hombres esperaban a su sargento.
Osiris no era estúpido,
ni estaba sordo. Había podido percatarse de las burlas de los parroquianos del
bar, y aunque no les había prestado mucha atención, no podía negar que no
produjeran en su corazón una amarga sensación de malestar. Dejó que la rabia se
alejara de su mente, y decidió calmarse.
No le gustaba que hablaran
mal de su noble profesión, había arriesgado su vida incontables veces, demasiadas
para tolerar tales insultos. Aun así, había considerado que no tenía ningún
sentido montar ninguna escena en el bar. Así eran los suyos, nunca montaban más
lio del necesario. Actuaban de forma imperceptible, arreglaban los problemas sin
hacer demasiada publicidad. No era como los Víboras Espaciales o los Guerreros
del Acero, que anunciaban cada uno de sus logros, por pequeños que fueran, por
los cuatro rincones del imperio. La policía imperial no tenía nada que ganar
con aquello, no se molestaban en hacer de cada una de sus acciones algo épico.
Osiris no podía negarlo, sabía
que entre la población del planeta no gozaban de buena fama. Los gobernadores,
del bando que fueran, se habían dedicado a dirigir los recursos del imperio
hacia la política exterior, conquistar planetas y expandir el imperio era lo
que la gente les gustaba, y por ello también era con lo que se alimentaba su
patriotismo, con relatos de grandes batallas en planetas lejanos y estatuas de
oro de sus grandes héroes.
Eran los Víboras y los Señores
del Acero quienes se llevaban sus alabanzas, ellos eran sus salvadores, eran
gigantes, y poco quedaba para la policía imperial, nada más que una sombra. Combatir
la delincuencia urbana, los alborotos del día a día, eran poca cosa ante la conquista
de planetas enteros y la lucha contra el aterrador enemigo que creían que
aguardaba más allá de sus fronteras. Aquel miedo, aquel terror a lo de allí
fuera era lo que había convertido al pueblo en un rebaño de ovejas asustadas y
controlables, los gobernantes lo sabían y se procuraban de seguir
alimentándolo.
– ¿Que habéis averiguado?
– preguntó uno de los camaradas que había esperado fuera.
El sargento subió a su
moto.
– Hay una persona que ha
visto a la criatura. Como es evidente nadie le cree, y lo toman por loco, pero
aun así nos han dicho dónde encontrarlo.
III
– ¿Qué, seguimos a esos
pendejos? – preguntó Josué entre risas, – podría ser divertido.
La idea sorprendió a los presentes.
Hathor se llevó la mano a la barbilla. En un estado normal habría reusado
aquella excursión, pero llevaba ya algunas jarras de sulein de más. Quizás el
buen criterio de Krasio les hiciera rectificar.
– ¿Pero y si nos encontramos
al asesino?
– Somos tres aspirantes a
Víboras, no hay asesino que pueda hacernos frente – replicó Josué, – y estará la
policía imperial cerca, son unos inútiles, pero al menos van armados.
–¿Y porque no? demos una
vuelta, - sentenció Hathor.
Los tres camaradas
entrechocaron sus copas y de un trago se acabaron el poco líquido que les
quedaba. Su pequeña aventura daba comienzo con aquel simple gesto.
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